Gonzalo Celorio
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Gonzalo Celorio

Cierto día Caín decidió dejar de huir y construyó la primera de las ciudades. Encerrado en la cárcel de la materia corporal -sensible ya así al goce como al . dolor-, el fratricida se amuralló con los suyos para resguardarse de la Naturaleza, la cual había dejado de ser benévola para convertirse en la espada hiriente de una divinidad de súbito enardecida por el pecado mismo de sentir.



Así, la ciudad nació cárcel a la vez que refugio, y sus calles se volvieron infinitas, como sus nombres. Desde entonces poesía y ciudad celebran su matrimonio en los infiernos de lo fieramente humano: la ciudad emerge con la idea articulada al fin por el hombre que la habita; la civilización nace con la palabra. El bastión del hombre contra el encono divino surge con el habla como rebelión prometeica, se yergue soberbia como una torre de Babel destinada, sí, a la destrucción, pero no menos a la obcecada, heroica reconstrucción en manos de seres que esperan un día trascender la incomunicación a la que se les había condenado. Desde el origen del hombre corno ser capaz de pensarse a sí mismo, logos y polis se aman y riñen, se acompañan, se alimentan porque son, cada uno a su modo, laberintos. Uno y otra son textos que exigen de nosotros un constante desciframiento: acaso cualquiera pueda entrar en el laberinto de la palabra o en el laberinto de la ciudad, pero no cualquiera podrá salir de él y vivir para contarlo.

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