El desarrollo social suele seguir cánones evolutivos disparejos. Por lo general, las grandes transformaciones son impulsadas por imperativos e intereses de las elites, políticas o económicas. Después, sobrevienen turbulencias y ajustes hasta que logra compensarse a los grupos que resintieran los costos mayores del cambio inicial.

El porfirismo integró a México a la oleada de la globalización de mercados del siglo XIX. Ello implicó un esfuerzo de modernización y de incorporación del país al orden económico internacional de la época. Pero también trajo consigo disparidades sociales insostenibles que sólo encuentran salida en las reivindicaciones de la Revolución Mexicana.

La Constitución de 1917 establece, acaso por primera vez en el mundo, un catálogo de derechos sociales reguladores de obligaciones empresariales y públicas en beneficio de la población. Después, el corporativismo, el proteccionismo industrial y el presidencialismo hegemónico llevan las políticas sociales a favorecer a ciertos sectores de la población: burócratas, trabajadores del sector moderno de la economía, agricultores. Más adelante ciudadanos, trabajadores y empresarios, en nombre de la democracia, resisten la excesiva regimentación presidencial. Asimismo, del lado externo cobra fuerza el neoliberalismo que repudia el intervencionismo del Estado, aboga por la libertad de mercados y empobrece a las políticas sociales. Como reacción de la difusión de la miseria y las disparidades distributivas en todas las latitudes, comienzan a surgir la noción de los derechos humanos, como normas irrenunciables a la dignidad e integridad ciudadanas. En el México de la desigualdad, parece imprescindible impulsar otro acomodo que haga efectivos los derechos sociales consagrados en la Constitución y que combine políticas públicas de alcance macrosocial con las acciones focalizadas especificas. Sólo así, los derechos humanos podrán representar demandas exigibles que todo gobierno está obligado a respetar.